lunes, 28 de septiembre de 2009

La liebre en la luna, de Germán Espinosa


LA LIEBRE EN LA LUNA, DE GERMÁN ESPINOSA
Gabriel Arturo Castro


“La página escrita abre caminos entre cielo y tierra”.
José Lezama Lima

Tal como lo afirmara Julieta Campos, entre el infierno de la soledad creadora (el silencio) y el paraíso de la comunidad de sentido (el diálogo) se inscribe la creación ensayística de Germán Espinosa. Desde la libertad de interpretación que sugiere la palabra ensayo, esta “pequeñez trabajosa”, como lo llamaría el mismo Espinosa, La liebre en la Luna recoge textos publicados de 1968 a 1988, una apretada compilación, el cual “refleja algunas de las preocupaciones que me animaron en esos años, menos enjundiosos que vitales. Y, sobre todo, el difícil andar de un literato en el ámbito equívoco de una sociedad dispuesta más a mirarlo con indiferencia o con altanería que a rechazarlo con absoluta franqueza”, en palabras del autor, quien subraya que a través de los años se movió, como casi todos los verdaderos escritores, en un medio cada vez más hostil a la literatura, a la poesía, al arte en suma.
Liliana Weinberg nos recuerda las palabras que el precursor del ensayo, Michel de Montaigne, abre su famoso libro: “He aquí un libro de buena fe, lector”, una advertencia que ha transitado sobre los buenos y verdaderos ensayistas como Johanathan Swift, Daniel Defoe, Óscar Wilde, Azorín, Emerson, Ortega y Gasset, Unamuno, Charles Du Boss, Alfonso Reyes, Borges, Lezama, Octavio Paz, Baldomero Sanín Cano, Alías Canetti, Pedro Henríquez Ureña, y entre los que hay que agregar por justicia y virtud el nombre de Germán Espinosa, quien le confirió al género su sello propio y su particular carácter estético. Porque un gran ensayista debe ser un gran escritor. Procura sondear las opiniones y juicios existentes, más los suyos propios, y sabe, además, expresarlos a través de un lenguaje, lenguaje alejado de la pedantería, de la vanidad intelectual, típico de eruditos y especialistas de la falsa genialidad, pero también lejos de lo populista, de la jerga, de la normatividad, la grandielocuencia y de la altisonancia. Tal como lo expresara Jaime Alberto Vélez: “El ensayista ilumina los temas para revelar una parte de la condición humana, bastión del humanismo, el más humano de los géneros. Rechaza por lo tanto todo espíritu dogmático y arrogante, convencido de que la naturaleza aparece más llena de dudas y de sombras que de certezas deslumbrantes”. A lo cual Espinosa argumentaría en contravía de quienes aún insisten en presentar al ensayo como “una estrategia discursiva para exponer ideas en forma sistemática”: “En los tiempos que corren, abundan en el ámbito académico los teóricos que, intrincando sin saberlo el apremio de las exigencias populares, piden a la literatura, no ya convertirse en medio de propaganda política o en mero sofisma de distracción, sino o bien en campo de experimentación pura o bien en frío instrumento de análisis”. Así no son ensayos los escritos rígidos, severos, producto de una fórmula de análisis, de teorías preconcebidas, deportes terminológicos, producto de métodos obtusos, formas del tedio y de lenguajes fatigados.
No olvidemos que ensayo viene del latín “exagium”, que significa “pesar en la balanza”, pesar y examinar, ponderar, confrontar, hacer contrapeso. El ensayista hace la diferencia en la balanza.
Por lo tanto, el compendio de La liebre en la luna es el resultado de ese discurrir, “lento en el instante de vivirlo, raudo y torrencial en el de memorarlo”. El título lo explica Germán Espinosa al final del ensayo El espécimen literario: rudimento, germinación, viacrucis:

Narra una leyenda hindú que hace miles de años, cuando nuestro señor Gautama pertenecía todavía al reino animal, y a pesar de no haber sido designado aún como Budisatva, encarnado en liebre seguía escrupulosamente los preceptos de la ley moral. Un día de luna llena, Sekra, regente de los espíritus superiores de la naturaleza, decidió visitar a los animales para probar sus virtudes. Tomando forma corpórea, acudió a sus guaridas y les imploró proporcionarle algún alimento con qué mitigar el hambre. La nutria le dio cinco pececillos; el chacal leche cuajada, manteca derretida y arroz. Pero al llegar donde la liebre, encarnación de Buda, ésta le ofreció su propio cuerpo para que con él, cocinado en el fuego, se reconfortase. Sekra se dio a conocer entonces en todo su esplendor y dijo a la liebre que los dioses se habían conmovido ante su generosidad y valor. Acto seguido, adquirió forma de gigante, deshizo con el torso de la mano la cumbre de una montaña y con la masa arrancada manchó la pálida faz de la luna que, en aquel instante, aparecía en el horizonte. Quiero, declaró, que los pueblos de hoy y los que han de venir reconozcan la forma de una liebre en esta señal y que, evocando su historia, recuerden asimismo que aquél que desea dar, debe darlo todo.
Siempre he creído, continúa Espinosa, hallar en esta leyenda una especie de parábola del artista creador. Inscrito en un medio que ni lo comprende ni desea comprenderlo ni mucho menos hacerle justicia, produce en forma incesante su arte, sin atender al éxito que pueda llegar alcanzar o aun al que haya alcanzado, siempre con sacrificio de su propia vida. La mía no es, ni con mucho, epítome de la suya. Soy sólo uno de tantos, y no me ha sorprendido saber que no me cuento entre los mejores. Si he querido evocar, pues, la leyenda indostánica en la cual los veo reflejados, es porque en verdad quisiera haberme parecido un poco a ellos, a los no convencionales, a los no oficiales, a los auténticos, y hallarme todo lo alejado que se pueda de los muchos que, por artes de simulación, pretenden parecérseles y usurpar su lugar sin renunciar, como la liebre, a sí mismos en aras del llamado sagrado o, en suma, sin darlo todo. En últimas, quiero que el signo de Sekra sirva para recordar que, en ningún tiempo, el arte ha sido llamado a constituirse ni en un sistema establecido ni en una forma de comercio, como algunos intentan hacerlo creer. Que cuando alguien pronuncie ese lugar común de nuestros días, según el cual una obra artística debe ser discurrida y lanzada al mercado con los mismos fines de lucro que una marca de jabón o pasta dentífrica, miremos la señal en rostro de la luna y sonriamos para nuestros adentros, seguros que la parábola hindú encierra una verdad más profunda.

Ahora bien, iniciemos por la concepción que tiene Espinosa del género del ensayo. Le interesa la extensión según la necesidad de expresión, el tono de pesquisa, rebelde a toda afirmación categórica, una entonación dubitativa y jamás absoluta. No olvidemos que ciertas novelas de Espinosa como El signo del pez o La tejedora de coronas le han conferido el atributo de ser “ensayos novelados”. El autor manifiesta que sus ensayos fueron impulsados por acontecimientos: el fallecimiento de escritores, aniversarios, la invitación a coloquios con temas determinados, el pedido de algún texto por parte de una revista literaria, el ofrecimiento de conferencias, lo que constituyó poco a poco una exploración de ideas fundamentales, preocupaciones intelectuales y espirituales congregadas en el libro mencionado, tales como la génesis y la evolución del arte de fabular; el ocioso trabajo de escribir; el trabajo del intelectual; reflexiones sobre literatura histórica; la ciudad reinventada; las relaciones entre literatura, periodismo y masificación; la novela de cara al siglo XXI; la alianza difícil entre literatura y sociedad; la obra de Alexander Pushkin; Baudelaire; el Modernismo y su apertura de Latinoamérica a lo universal; la soledad de Antonio Machado; la estampa de León de Greiff; el compromiso de Jorge Zalamea; la vigencia o caducidad del vanguardismo; el recuerdo de Tristan Tzara; la memoria de César Vallejo; la raíz expresionista de Juan Rulfo; escritores como Manuel Mujica Lainez, Ernesto Sábato, Manuel Zapata Olivella; la relación entre ciencia, filosofía y literatura; el fracaso de la utopía de Bacon; y finalmente la senda emancipadora del sabio Mutis.
Desde la particularidad del ensayo, Espinosa pertenece a esa estirpe de verdaderos portadores del género, quienes ven al ensayo como el estado adulto de la palabra, la madurez del pensamiento, porque lo perdurable de su decir no reside tanto en lo que se dice, como en el punto de vista y en el tono que se asume para decirlo. El modo personal de ver el mundo es la base o el punto de partida, condición primordial. Mundo fabuloso el de Espinosa, porque todo en su obra es pletórico, orgiástico, exuberante, gracias a que hay detrás una afortunada riqueza de alusiones, juegos, asociaciones, de universos convocados por las referencias subyacentes, que hacen del camino difícil, exigente, riguroso, una incesante fragua de elaboración disciplinada, consciente, deliberada y minuciosa. Nuestro autor multiplica la riqueza y los detalles para prestar al conjunto el aspecto de magnificencia, de asombrosa creación. Es un universo sensorial, de actos de psicología, mitología, leyendas, simbología, religiosidad recóndita, política, historia de la literatura, historia del arte, imaginación activa que se vuelca hacia distintos mundos geográficos y temporales en busca de materiales que sirvan de elementos de comparación, de refuerzo y de apoyo a su universo. Una erudición a la cual Espinosa le confiere su propia personalidad, donde la expansión del lenguaje de compleja jerarquía se hace presente: organiza una visión de mundos cuyos términos son una simbiosis de culturas, una síntesis de concepciones. La realidad es conquistada por el verbo colmado de saberes formales, intuiciones, apetito verbal, imaginación, digresiones, curiosidad, hondura filosófica, drama, tensión en el idioma, riqueza autobiográfica, libertad de lenguaje, libertad ideológica y elaboración estética.
Volvamos al libro que nos ocupa. En primera instancia vemos dos cualidades intrínsecas en la ensayística de Espinosa, verificadas en La liebre en la luna.
Despliegue del espíritu crítico: Toda obra, desde su génesis, si es artística, concibe la realidad de una manera crítica, en el sentido que descubre sus contradicciones, sus conflictos para generar tensión, una pulsión propia. A su vez supone una profundización de la escritura sin quitarle el placer, extendiéndola y cualificándola desde la sugerencia, la reflexión y la intensidad. Sabemos del rigor intelectual y estilístico de Germán Espinosa, su tarea de acopio, exploración, registro, lectura, constatación, comprensión e interpretación, los cuales convergen en un juicio valorativo que entrecruza operaciones estéticas y conocimientos teóricos y pragmáticos aportados por las disciplinas de la que fue leal lector: la historia del arte y de la cultura, la filosofía, la mitología, la literatura universal, latinoamericana y colombiana, la historia, entre otras. Su actitud crítica estaba amparada en la articulación de su vasta cultura general, su formación humanística y cultura literaria. De allí proviene su curiosidad, su afecto por todas las cosas de la creación humana, gracias también a su exigente formación autodidacta pero de propensión universal, pese, lo advierte Espinosa, “a que en mi país prevalece, por estos aciagos días, un ánimo nacionalista, ávido de auspiciar una desvinculación casi radical con el resto del mundo”. Y porque tal vez, como lo afirma Liliana Weinberg: “Nuestra propia época, amenazada una vez más por fanatismos y provincianismos de diversa especie, entre el aislamiento y la necesidad de imaginar nuevas síntesis incluyentes, necesita recuperar la confianza en la posibilidad de recrear significados compartidos”.
Entonces en cada uno de sus ensayos manifiesta su percepción crítica al cuestionar la razón insatisfecha del hombre moderno, “ese Fausto que no cree en la existencia del diablo y quiere precipitarse en los consuelos demoníacos de la fantasía”. O al exclamar que los pensamientos proclamados revolucionarios no debieran empeñarse en la consagración de dogmas inamovibles; la reivindicación de la marginalidad como algo constitutivo del arte, en yuxtaposición al inimaginable arte conformista que caracteriza lo oficial; la defensa de ese doble carácter histórico y ahistórico de la literatura; la crítica al mal periodismo que es incapaz de aportar los suficientes elementos de juicio para suscitar en los lectores juicios de valor; la misión de la novela actual en el desciframiento de la torturada conciencia del hombre de nuestros tiempos, “la pugna entre técnica y saber, el embrujamiento de la masificación, el divorcio entre la industria humana y la naturaleza”; la tajante afirmación que “el arte se halla ligado a la vida y al espíritu, no al alma de los tiempos” y su contravía, es decir la demagogia literaria, la cultura oficial, el panfleto, el arte popular; el papel del Modernismo, cuando por fin Latinoamérica se abrió a lo universal y frente a “al subdesarrollo mental español, Hispanoamérica tomó conciencia de la urgencia de integrarse al mundo, de participar plenamente en sus destinos y en sus evoluciones”; la polémica sobre la dependencia o independencia de los movimientos culturales latinoamericanos con relación a los europeos, la pérdida de las artes de su valor para un público colmado de artimañas políticas, religiosas y artísticas; la defensa de la armonía entre la ciencia, la filosofía y la literatura y su mutua defensa de la intuición del escritor, los unos, y los otros la contaminación metodológica y racionalista; el paisaje desolador de la ciencia a partir de la demente bomba de Hiroshima, lo cual hace necesario “producir, consumir y vivir de otra manera”, entre otros tantos ejemplos de su percepción interrogante y crítica. De acuerdo, cada ensayo de La liebre en la luna, posee una manera ágil, fluyente, abierta y espontánea de la expresión. Leamos un ejemplo de su apartado Literatura, periodismo y masificación:

En la medida en que las burguesías modernas, afincadas en el poder sobre bases mayoritarias, comprendieron cómo las mayorías eran susceptibles de ser manipuladas mediante procedimientos de propaganda masiva, el periodismo devino el manipulador por excelencia. Su implantación como negocio y no como expediente formativo, llevó aparejada una intención política: la masificación, consistente en uniformar el pensamiento de las mayorías al más bajo nivel posible, con lo cual se conseguía la doble meta de halagarlas más fácilmente desde el punto de vista comercial y de hacer más expedita su manipulación desde el punto de vista ideológico.

La tarea del ensayista, de esta manera, es eminentemente escéptica, al poner en duda todo. Theodor Adorno expresó que el ensayo refleja lo amado y lo odiado en vez de presentar el espíritu, según el modelo de una ilimitada moral del trabajo, como creación de la nada. Fernando Savater, asegura que el ensayista, contrario al dogmático, sobrepasa a la autoridad y la creencia, porque “el ensayo es un género particularmente apto para la divagación y la crítica, es decir, para perderse en los temas y para denunciar que otros se han perdido, creyéndose mantenerse en el camino conveniente.
Más que la prueba, la demostración y el análisis, a Germán Espinosa le interesa la duda, desmitificar un sistema de creencias impuestas, es decir, la confrontación de mitologías arraigadas y asumidas desde tiempo atrás. Se trata de cuestionar todo posible engaño, ilusión y absoluta certidumbre, lo irrefutable en apariencia. A propósito un fragmento breve de su ensayo El fracaso de la utopía de Bacon:

Volvemos, por tanto a la idea de Weber: es la sociedad la que determina la buena o mala utilización de la ciencia. Pero la sociedad está, a su vez, determinada por los sistemas de propaganda masiva, por la estructura que se le dio de siglos atrás y los propósitos que, por razones económicas o políticas, guíen a sus dirigentes. Mchulan sentencia: “Cualquiera que piense que la tecnología es neutral, es un idiota redomado”. Ya desde los tiempos de la construcción de la primera bomba atómica, Einstein se había anticipado a ese género de pensamiento, al expresar reatos sobre la conveniencia de realizar el experimento que hoy motiva las plegarias anuales en Hiroshima.

Frente al tratado sistemático que repite de manera obligada el conocimiento de otros, el ensayo es el género más adecuado para la divagación de temas inagotables, apasionantes, los cuales son desbordados, volviéndolos pretextos para provocar muchas más excursiones por caminos divergentes, disueltos, destejidos. “Sirve sobre todo como aguijón contra el rascacielos edificado por la ciencia y la política. Esta cualidad demoledora le viene de su condición subjetiva. Los grandes edificios teóricos hacen profesión de objetividad desde su primer ladrillo: su argamasa es el descrédito de lo privado, de lo particular, de lo que a un cualquiera le pasa por la cabeza”.
El ensayo de Espinosa proviene de lo individual, de una voz nunca doblegada a los caprichos del poder, sea éste político, editorial o comercial. Espinosa también “maestro de la sospecha”, rebelde, muy lejos de pertenecer a ciertas maquinarias de reproducción de ideas de moda o exitosas, lo que significa una posición ética insobornable, una lúcida disidencia de iglesias y feudos. Razones por las cuales el pensamiento de Espinosa persuade, convence y permanece vigente.
Así el ensayismo de Espinosa, con su esencial y fundamental carácter crítico, es de carácter moderno, comprometido con los bienes y principios de la razón y sus imperativos categóricos, un apasionado defensor de valores esenciales.
Y una segunda cualidad permanente en Espinosa es la reflexión constante sobre su oficio de escritor y su obra personal; en este sentido el ensayo despliega, según Ana Cecilia Olmos, una escritura autoreflexiva, que consciente de sus propios procesos constructivos, activa el gesto crítico de la sospecha. Como sugiere André Comte, escribir un ensayo es escribir lo más cerca posible de sí mismo, así como escribía Montaigne, “lo más cerca de la vida real, con sus angustias, sus incertidumbres, sus más o menos, lo más cerca de su esencial fragilidad, su esencial finitud, su esencial y definitiva improvisación”.
Como un ejercicio de escritura en el que se configura la subjetividad. el ensayo está junto al trabajo de la ficción y la poética de Espinosa. Despojado ya de la instancia mediadora de un narrador o personaje, el ensayo le permite interrogarse acerca de las motivaciones que incitan su práctica, de las singularidades poéticas que la definen o de la peculiar inserción en el devenir histórico que asume, sea con relación a una tradición literaria específica o en el contexto de procesos culturales y sociales más amplios. Por lo tanto Espinosa se aventura a reflexionar sobre el quehacer literario y su propio oficio. En el libro La liebre en la luna nos habla del poder turbador de la literatura contra toda razón; la decisión temprana de la escritura como las más aberrante y ociosa de las formas de trabajo; el reclamo justo contra ciertos críticos parciales que hablaban sobre supuestas motivaciones de sus novelas, hallando sólo motivos escolares o parroquiales; o lo contrario, la celebración de la forma como algunos críticos inteligentes abordaron La tejedora de coronas, asumiéndola desde una visión global de las corrientes burguesas del siglo XVIII; la refutación sobre su pretendido estilo brillante; la desconfianza en los códigos estéticos; el haberse ocupado también de la cotidianidad como virtud literaria; el destino de la novela barroca como la aventura de un relato; la consideración que en arte toda oficialización es un sepelio; la lejanía voluntaria de Espinosa de querer ser un investigador científico de la historia y ser, por el contrario, un memorioso lector; el recordar siempre que en la novela, así se ocupe del pasado más remoto, el escritor asume una posición de su tiempo; reafirmar que toda literatura es, paradójicamente, histórica y al tiempo ahistórica, “lo primero porque no hay literatura, por fantástica que se precie de ser, que no pretenda contener la realidad, materia insustituible de la ciencia de la historia. Lo segundo porque todo texto literario, por naturalista que procure aparecer, yugula necesariamente la realidad bajo un orden diferente del espontáneo y natural, así como el espejo invierte por fuerza las imágenes o las libera el sueño”, en palabras de Espinosa. Y por último acerca de este ítem y como ejemplo de este tipo de reflexión ensayística, Germán Espinosa escribe cómo ha reinventado las ciudades, primero París y luego Cartagena, ficcionalizada gracias a su fuente de leyendas e historias, fantasmagoría fundamental de sus narraciones.
“Respecto a mí, sostiene Espinosa, quien me haya leído, recordará de qué manera me quita el sueño el visaje más exiguo en la expresión o en el mero semblante de cualquiera de mis personajes. Adoro, por lo demás, las correspondencias argumentales, tal como los simbolistas veneraban las de la naturaleza”.
El ensayo en Espinosa, es de esta manera, fruto de del humanismo escéptico, de la libertad responsable, donde la inteligencia se impone sobre todo método formal y se une a su saber y su arte de la escritura, iluminando desde un lado inédito la condición humana a través de su testimonio humano. Espinosa no se limita a una simple exposición de ideas, sino que debido a su complejidad, es capaz de revisar el pensamiento establecido. Nuestro autor se hallaría más próximo a lo que Gorgias llamó “el arte de la palabra”, o lo que Sócrates denominó “el arte de la persuasión”, el cual expone una creencia para convencer a través de la sugestión, la emoción, la interpretación y la creatividad.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

ESPINOSA, Germán. Ensayos completos, Tomo I, Fondo Editorial Universidad EAFIT, Medellín, 2002.
VÉLEZ, Jaime Alberto. El ensayo, entre la aventura y el orden, Taurus, Bogotá, 200.
WEINBERG, Liliana. El ensayo, entre el paraíso y el infierno. F.C.E. México, 2001.