domingo, 8 de febrero de 2009

La casa ciega y otras ficciones


La casa ciega y otras ficciones (2002)
Ciudad sin nombre
Era una ciudad cuyo nombre sólo fue conocido por aquellos que leyeron cierto libro consumido por el fuego en la biblioteca de Alejandría.
Sus calles eran círculos que se tocaban en un punto exacto, según la ubicación de las horas. Las casas eran burbujas de plástico que respiraban cuando estaban habitadas por sus dueños. Pasear por allí, bien entrada la noche, era como estar en medio de un gran jardín nocturno, lleno de crisálidas en pleno sueño.
Los sitios de trabajo eran enormes edificios sin ventanas, rodeados de plazuelas donde florecían las expresiones artísticas de la época: escaleras que conducían a ninguna parte.
Los oficinistas y empleados ya no marcaban tarjetas. Al entrar depositaban su cerebro entre una gran máquina matriz que garantizaba la permanencia fiel en la institución. Al salir se colocaban de nuevo su bien aceitado cerebro.
Como cualquier ciudad del futuro que se respete, carecía de cementerios, ese lugar obsoleto y romántico que en lejanos tiempos existiera.
El detalle que más me llamó la atención era que en cada círculo de perímetro urbano había una especie de supermercado o tienda. Al entrar en una de ellas, supe que eran carnicerías humanas.
Colgados en ganchos se veían torsos, cabezas, hermosos muslos, centro de caderas, pechos, tiernos embriones, carnes fofas o turgentes para todos los gustos.
El hombre de la tienda se acercó con su delantal blanco, su cuchillo y una saludable sonrisa en los labios.
Le compré el último cuarto de vísceras y media libra de corazón.


Concepto de identidad e infinito

Al filo de la madrugada, rodeado de tratados de astronomía, física cuántica y topología, con las manos sobre la frente, asombrado ante la curvatura e infinitud del espacio, de los millones de soles y de galaxias que pueblan el universo; los agujeros negros, la antimateria, el tiempo, levantó los brazos aterrorizado y gritó a su compañera:
_ ¡Eloísa, Eloísa, no somos nada!¡No somos nada! Ella, entre dormida y despierta le contestó:
_ ¡Claro, si usted siempre me ha negado! Y volteó la espalda para continuar durmiendo.
A Manuel Suárez
El coleccionista
Desde el día en que le dijeron que andaba desorientado poir la vida, se dedicó a coleccionar brújulas. Las tenía de las más diversas épocas, tamaños, formas, colores y metales.
El diseño de su casa era una gran brújula en cuyo norte se encontraba su habitación atestada de estos aparatos. La decoración de las escaleras, las habitaciones, los corredores y las puertas la constituía un sinnúmero de flechas negras. En la cocina había una muy grande que le indicaba la despensa y la nevera para que no muriera de hambre. En el cuarto de baño había otra que le indicaba la puerta de salida al mundo real, para que no se perdiera en la ensoñación de las necesidades fisiológicas.
Tenía brujulitas en forma de relojes, pulseras, anillos, pisacorbatas y hasta en sus ojos se hizo colocar un par, para corregirse la miopía. Lllevaba un gran maletín lleno de estos curiosos aparatos que le indicaban los buses, las calles, los edificios, las oficinas, los cines, los restaurantes y hasta los amigos y enemigos que tenía a su alrededor.
Su libro de cabecera era un gran diccionario manual de orientación; antes de dormir, tomaba unas pastillitas que no le dejarían perderse por ese mundo de los sueños.
Cierto día, alguien que conocía su afición, le llevó una mujer encerrada en una vitrina redonda. El hombre no supo qué hacer, pues la aguja hecha mujer permanecía siempre en posición horizontal y le causaba una gran desorientación cada vez que pasaba por su lado. Entonces tenía que ir a consultar a todas las otras brújulas para que le mostarran el camino correcto y de esa forma no desviarse hacia el abismo.
Fue así como la mujer decidió romper con su posición horizontal y de un solo movimiento se irguió y saltó del casacarón de vidrio. Como tenía tanto magnestismo, neutralizó a las otras brújulas que ya no supieron decirle nada al pobre hombre, el cual, sientiéndose tan confundido, agarró a la mujer por la cintura y siguió una flecha de emergencia que los condujo hacia el fondo de un abismo o del cielo, que para el caso daba lo mismo.
Desde ese momento las brújulas do coleccionista enloquecieron de la felicidad.
La última cena
Al comprobar que su destino había sido marcado por sortilegios que le negaban la posibilidad del amor, se arrancó el corazón y lo devoró con vino.
A-luna
Después de luchar toda la noche, el hombre recogió su ropa húmeda de sal y se marchó. No pudo beber el agua de la luna.

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